• Los traductores audiovisuales tienen un papel clave en el boom de la ficción televisiva, pero su labor está poco reconocida dentro de la industria
  • En julio y agosto, infoLibre se acerca a los oficios que sostienen la cultura desde la sombra, sin premios ni aplausos del público
Un traductor trabaja con un programa de subtitulado. Archivo

El chascarrillo llegó con el capítulo tres de la temporada ocho de Juego de Tronos. Los espectadores que veían la serie doblada al castellano escucharon exclamar a uno de los personajes lo que parecía un nombre propio o una extraña blasfemia: «¡Sicansíos!». Era, en realidad, un fallo en la traducción: en el original, el personaje decía «She can’t see us«, «Ella no puede vernos», algo que acabó pasando a la versión en español como una traslación fonética: «She can’t see us«, «Sicansíos«. Los fans de la saga, que emitía su última temporada de manera simultánea a su estreno en Estados Unidos, no dudaron en arremeter en redes sociales contra los traductores o incluso contra el equipo de doblaje. «Este trabajo está poco reconocido, y cuando te lo reconocen suele ser para quejarse», se queja Lidia Pelayo, traductora dedicada al audiovisual. Por eso su profesión forma parte de esta serie en la que infoLibre explora las labores que sostienen la cultura cada día, lejos de los focos y de los aplausos.

Los traductores audiovisuales, organizados en torno a asociaciones como ATRAE (Asociación de Traducción y Adaptación Audiovisual de España), se encargan de tareas tan distintas como el subtitulado, el doblaje, las voces superpuestas o los videojuegos, tanto para televisión como para cine o las plataformas de streaming. Lo más frecuente, como cuenta el también traductor Diego Parra —que ha trabajado en el doblaje de series como Las escalofriantes aventuras de Sabrina o el subtitulado de shows como Taboo—, es trabajar como autónomos, a través de una agencia o estudio que ejerce de intermediario entre el trabajador y la distribuidora, la cadena o la plataforma. Si el lector se los imaginaba entrando todas las mañanas a las oficinas de Netflix, que deseche esa idea: los subtítulos o el doblaje de su serie favorita se fraguan en casa o en sus oficinas particulares. Esa escena que le hizo llorar, ese diálogo que se estudiará en las escuelas de cine, fueron quizás traducidos en pijama. 

La traducción audiovisual tiene algunas especificidades que la diferencian de la traducción editorial. Habla Lidia Pelayo, que dedica la mayor parte de su tiempo a lo primero pero trata de reservar tiempo para títulos como Una mujer en la contienda, de Marcelle Capy, o La ciudad latente, de Shaun Tan. «Para traducir un libro, tienes que tener un contrato (y si no te lo ofrecen, sal corriendo)», dice. «Para el audiovisual, no». Esto deja ver que, mientras que en mundo editorial su figura está considerada próxima a la del autor —y de hecho la agencia del ISBN les sitúa en este apartado—, en la tele y el cine su intervención se percibe como más utilitaria que creativa. Paradójicamente, es el audiovisual lo que les da de comer. «La mayor parte de la gente que conozco», dice Pelayo, «vive de esto, aunque a muchos nos interesa más la traducción literaria, que se paga muy mal». Algunos de estos profesionales, como ella misma, están asociados a organizaciones que no se dedican expresamente al audiovisual, como ACE Traductores o Asetrad.

Además, en un trabajo como el de subtitulado, los profesionales tienen que prestar atención a un elemento importante: la longitud del texto. «Cada cliente nos da sus parámetros, basados en estudios sobre velocidad de lectura«, explica Rocío Gutiérrez, que lleva trabajando como freelance desde 2016 y ha traducido series como Happy! o Blue Exorcist: Kyoto Saga. Así, los subtituladores deben limitarse a 15 o 17 caracteres por segundo, o equis caracteres por línea, a petición de la distribuidora. De esta forma, su labor no se circunscribe a traducir, sino a ajustar el texto. «Me salió hace poco una línea», cuenta Gutiérrez, «que era algo así como: ‘Me tienes que dar la información del vuelo en el que vienen tus padres’. Eso se decía en un segundo y con otro diálogo de otro personaje que lo pisaba. Se tuvo que queda en: ‘Dame la información». En el caso del doblaje o voces superpuestas, ese trabajo acostumbra a realizarlo otra persona, el ajustador, que, como cuenta Diego Parra, «suele ser el director de doblaje, el que dirige a los actores en la sala». Además, se encarga de rellenar bocas, como se conoce a la labor de inventar el texto necesario para cubrir el sonido de ambientes como un estadio o un bar. 

El hecho de que, en el audiovisual, el texto vaya unido a la imagen, en ocasiones exacerba los escollos que suelen tener que saltar los traductores. El hecho de que el inglés sea un idioma habitualmente más corto y conciso que el castellano, cuentan los entrevistados, hace que sea complejo adaptar esos diálogos al tiempo que ocupan en pantalla en la versión original. Parra da otro ejemplo: «En alemán, los verbos suelen ir al final, de forma que pueden estar solo con un verbo auxiliar toda la frase, hasta que no revelan el verbo. A veces pasa que a lo mejor el personaje está manteniendo el misterio, y tú eso lo tienes que reproducir igual». Si no, claro, no se entenderían las caras de extrañeza o sorpresa de los actores al final del diálogo. 


Plazos estrechos, tarifas bajas

Pero hay otras dificultades que vienen solo por las condiciones en que se realiza el trabajo, algo particularmente evidente en el caso de las grandes plataformas de streaming, que han avivado el mercado con sus voluminosos catálogos siempre crecientes. «Con las nuevas plataformas ha habido un subidón de trabajo. Primero fue Netflix, pero luego vino HBO, Amazon…», dice Parra, aunque Gutiérrez apunta a que en los últimos meses el ritmo se ha ralentizado un poco. Según cuentan, el trabajo cambia mucho según el cliente y el intermediario. Lidia Pelayo, que ha elaborado el doblaje para películas como Colossal, de Nacho Vigalondo,y trabaja también para canales tradicionales en abierto como Divinity, donde realiza doblaje o voces superpuestas, lleva un tiempo colaborando con la cadena europea Arte, que emite sus contenidos en francés y alemán y desde 2015 los ofrece con subtítulos al inglés y al español. «Yo, ya que puedo», dice, «prefiero trabajar para otro país, porque las tarifas son en general más altas. Ellos también le dan más tiempo para realizar las traducciones, algo en lo que coincide Diego Parra al hablar de su colaboración con Televisión Española, que últimamente compra grandes paquetes de películas alemanas para su emisión durante el fin de semana. 

«Con Juego de tronos se ve muy claro», dice Parra. «Al principio tardaba un par de semanas la traducción, y en la última temporada era estreno simultáneo, porque el público lo quiere de forma inmediata. Esas prisas a menudo nos acaban llegando a nosotros. Y más para doblaje, que tienes que traducir, ajustar, grabar… Y cuesta». Con las nuevas plataformas, dicen, se ha producido un repunte en los encargos, pero también se han apretado los plazos: no suelen tener más de dos días para trasladar un episodio de unos 50 minutos. Cuando la fecha de emisión está cerca, puede suceder que la agencia encargue el trabajo a varios profesionales, lo que pone en peligro la coherencia de la traducción, algo particularmente evidente en producciones donde se repiten expresiones o guiños: si en cada capítulo se resuelven de una forma distinta, seguramente sea responsabilidad de quien ha organizado el trabajo, y no necesariamente del traductor. 

Ese no es el único problema: los entrevistados se quejan de que, a menudo, los guiones no les llegan completos, de manera que a veces tienen que sacarlo de oídas —lo que ocurrió, seguramente, en el polémico capítulo de Juego de tronos—. En ocasiones, ni siquiera tienen la última versión del montaje, por lo que puede haber escenas o partes del diálogo que se añadan en el último minuto y se queden sin traducir, a no ser que alguien lo resuelva en una revisión final que no siempre se produce. Es relativamente común que, tras entregar sus textos, los traductores no vuelvan a saber del producto, que no se les consulte antes de dar luz verde a la versión definitiva ni se les mantenga al corriente de, por ejemplo, las fechas de emisión. En ocasiones, unos contratos de confidencialidad muy estrictos les impiden incluso anunciar que han participado en tal serie o tal película. 

Otra cuestión son las tarifas. «Es muy difícil que a final de mes se te quede un salario justo», se queja Rocío Gutiérrez. «Cuesta mucho que te acepten una tarifa más o menos decente. Los clientes unicornio, los que pagan bien, son pocos y cada vez menos». Ella se ha llevado el chasco de que una agencia con la que estaba deseando trabajar resulta ofrece dos euros por minuto de vídeo traducido, lo que la traductora considera «ridículo». Con estas cifras, por un capítulo de 50 minutos se cobrarían 100 euros, lo que, suponiendo que se tarde dos jornadas laborales en cumplir el servicio, equivaldría a poco más de seis euros la hora. A ella, el cliente que más le paga lo hace a seis euros el minuto de vídeo, un número que considera más razonable. Aunque las tarifas de Netflix son públicas, las agencias compiten entre sí reduciendo costes, lo cual luego redunda en el salario del traductor. «Netflix paga unos diez dólares por minuto», dice Gutiérrez. «Si el traductor no llega a los tres euros y el revisor no llega a un euro por minuto… quedan unos cinco euros para el intermediario». El descenso en la calidad de los subtítulos, eso sí, lo sufre el espectador. 

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Por Clara Morales 

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